The Power of Action over Thought

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El lugar al otro lado

Bestiario once: Isabel Palacios-Macedo Aguilar
Primera Entrada

Su cuerpo engallado descansa bajo la inmensidad del cielo. Es un mozo de piel espesa y pulida que duerme profundo, completamente en silencio, tranquilo. No se sabe si no ha querido moverse o si es que no ha podido, las faldas cercanas de su vecino sureño tampoco se mueven. Los pliegues de este último marcan, uno tras otro, una mancha que pareciera haberse congelado durante su expansión. Acostado, escurren sus múltiples brazos peludos para, con sus manos, alcanzar a atrapar unos mosaicos que reposan sobre el suelo. El mozo no tiene arrugas, sólo un par de estrías que descienden rítmicamente, pronunciando su figura empinada. Su cuerpo gris se eleva confiado con la cabeza hacia el cielo, recibiendo el viento que lo abraza y esperando a que los seres miniatura lleguen a pasear sobre su cráneo durante el día. Ellos, hace mucho tiempo, realizaban rituales muy cerca de donde nació. Su tamaño no les permite alcanzar el paraíso en vida, por eso tallan y apilan cuerpos minerales, para formar con ellos nuevos volúmenes inmensos y monumentales que los alberguen. Estos gigantes de piedra, elevados decenas de metros, succionan a sus fundadores para acercarlos al cielo.

Hace exactamente setenta y ocho años, en menos de un día, el joven nació y alcanzó esa altura tan anhelada por los seres miniatura. Rajó en algunos minutos el suelo, que en aquel entonces estaba acaparado por ellos, y de su boca empezó a salir todo lo que ya no soportaba guardar en su estómago. Inmensos chorros hirvientes brotaron e inundaron sus alrededores. Ingenuas criaturas que creyeron que al plantarse sobre un espacio ya serían sus dueños por siempre, que al construir sus casas y sus templos sobre los seres que se mueven debajo de sus pies, podrían adueñarse del territorio. El mozo, asfixiado debajo de ellos, escupió sus tripas para ahogarlos, transformando el lugar por completo. De lo más profundo de sus entrañas vomitó con todas sus fuerzas litros y litros de piedra roja achicharrante que durante años avanzó hacia las salidas aledañas, construyendo así un nuevo templo. No tuvo piedad, apareció sin avisar y llegó para quedarse, tajante e imponente. Su lava escurrió hasta hacer de ella y de la vivienda de los seres miniatura un sólo ente apilado. Un copete de piedra fundida avanzó hacia el norte del nuevo habitante, extendiéndose sobre el suelo, hasta congelarse en el tiempo, eclipsando con él los recuerdos de lo que alguna vez fue un pueblo humano: el San Juan Parangaricutiro.

Había alertado primero con ceniza, cubriendo los techos y haciendo del campo un arenal. Los mosaicos de maíz quedaron completamente tapizados y las fotografías de la época que registraron el evento son grises como el polvo, lo que hace que el paisaje se entrelace y se confunda con la sombra.

Una vez advertidas, las familias purépechas tuvieron tiempo de emigrar a territorios contiguos, a pie, a caballo y como pudieron. Pero dejaron atrás sus vidas enteras, arrastrando con ellas el acta de nacimiento del volcán Paricutín. El lugar, que junto con éste nació, es ahora una inmensa tela negra y rugosa que esconde las construcciones que, durante un largo rato, resguardaron a los seres humanos. Con el tiempo, otros organismos se han ido instalando sobre esta alfombra rajada. Han nacido de la piedra volcánica y se han quedado para convivir en armonía con ella. El malpaís, difícil de atravesar descalzo, ya no permite que exista la agricultura. Las plantas que nacen son resilientes e inmaleables. Los únicos rastros de que alguna vez hubo asentamientos humanos son el cascarón de la iglesia y la memoria colectiva que aún permanecen. La piel arrugada que se formó con el avance de la lava, se detuvo al no lograr ocultar por completo el lugar sagrado. Se agotaron quizá los recursos del volcán, o fue más bien el empate cristalizado entre los dos. Pero fue suficiente para arrebatarle su túnica y con ella su cometido. Los largos muros y el campanario que sobreviven introducen a un interior pisoteado y destechado por tripas volcánicas. Los visitantes ahora caminan sobre la oscuridad de la tela plegada que habita el templo, ignorando que alguna vez tuvo una puerta.

La noción de arquitectura permanente es una ilusión, un engaño del humano a sí mismo para convencerse de que persiste. Los volcanes repartidos sobre la superficie permanecen agitando las cenizas de todos los cuerpos, recordatorio de todo lo que se termina.

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